Me levanto por la mañana.
Salgo de mi casa.
Hay un socavón en la acera.
No lo veo
y me caigo en él.
Al dia siguiente
salgo de mi casa,
me olvido de que hay un socavón en la acera,
y me vuelvo a caer en él.
Al tecer día
salgo de mi casa tratando de acordarme
de que hay un socavón en la acera.
Sin embargo,
no lo recuerdo
y caigo en él.
Al cuarto día
salgo de mi casa tratando de acordarme
del socavón en la acera.
Lo recuerdo y,
a pesar de eso,
no veo el pozo y caigo en él.
Al quinto día
salgo de mi casa.
Recuerdo que tengo que tener presente
el socavón en la acera
y camino mirando al suelo.
Y lo veo y,
a pesar de verlo,
caigo en él.
Al sexto día
salgo de mi casa.
Recuerdo el socavón en la acera.
Voy buscándolo con la mirada.
Lo veo,
intento saltarlo,
pero caigo en él.
Al séptimo día
salgo de mi casa.
Veo el socavón.
Tomo carrerilla,
salto,
rozo con la punta de mis pies el borde del otro lado,
pero no es suficiente y caigo en él.
Al octavo día,
salgo de mi casa,
veo el socavón,
tomo carrerilla,
salto,
¡llego al otro lado!
Me siento tan orgulloso de haberlo conseguido
que lo celebro dando saltos de alegría…
Y, al hacerlo,
caigo otra vez en el pozo.
Al noveno día,
salgo de mi casa,
veo el socavón,
tomo carrerilla,
lo salto
y sigo mi camino.
Al décimo día,
justo hoy,
me doy cuenta
de que es más cómodo
caminar…
por la acera de enfrente.»
Adaptación de Jorge Bucay de un poema del monje tibetano Rimponche
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